Han pasado treinta años de aquello, y cada vez que lo recuerdo se me eriza el vello de la nuca. Sobre todo en días como hoy, en los que la cola de personas que aguardan a que les dedique mi libro me hace ver que es un tema que interesa. Por mucho tiempo que haya pasado no se puede considerar, ni mucho menos, resuelto.
Un señor de avanzada edad, en medio de la fila, sostiene un ejemplar en sus temblorosas manos. Imposible no reparar en él. De manera regular abandona su sitio dando un paso lateral y me mira fijamente. Su mirada inquisitiva me recuerda a alguien. Las dedicatorias se suceden, presto atención a lo que me dicen, pero en realidad mi pensamiento está pendiente del anciano, encorvado y calvo que sistemáticamente abandona su lugar y me mira para luego regresar de nuevo a la cola.
—Ponga “para Cecile, con cariño”, por favor —me dice en un tono de voz familiar.
Aguanto su mirada, intento descifrar sus pensamientos. En sus ojos azules, enturbiados por la telilla que se ha formado en ellos, veo reflejado mucho horror.
—Es cierto todo lo que relata.
—Sí —digo yo.
—No preguntaba.
Hago una seña al vigilante para indicarle que me tomaré un descanso y me refugio entre las estanterías de aquella librería, acompañado de aquel hombre.
Me relata que él es el monaguillo del que abusó el padre Francisco y que se sintió muy aliviado cuando leyó su historia en mi libro.
—Ahora puedo descansar en paz, todo el mundo sabe la verdad.
Le tiendo la mano y él me la besa. Le entrego su libro y abandona el lugar. Vuelvo a mi mesa para seguir firmando. Mis ojos se empiezan a nublar y tengo que tomarme de nuevo un descanso. Pensando que había escrito una historia fantástica, un relato de ficción, resultó que mis sospechas habían sido fundadas. Las habladurías de aquel pueblo perdido en la sierra eran ciertas. Buscando documentarme para una novela histórica terminé en aquel recóndito lugar. Comprendí que la historia me había elegido a mí, y no al revés. Pedí disculpas a los lectores y me retiré a mi hotel para poder llorar con libertad, llorar por aquellos niños, aquellos que me contaron, y los que no me contaron.
Un señor de avanzada edad, en medio de la fila, sostiene un ejemplar en sus temblorosas manos. Imposible no reparar en él. De manera regular abandona su sitio dando un paso lateral y me mira fijamente. Su mirada inquisitiva me recuerda a alguien. Las dedicatorias se suceden, presto atención a lo que me dicen, pero en realidad mi pensamiento está pendiente del anciano, encorvado y calvo que sistemáticamente abandona su lugar y me mira para luego regresar de nuevo a la cola.
—Ponga “para Cecile, con cariño”, por favor —me dice en un tono de voz familiar.
Aguanto su mirada, intento descifrar sus pensamientos. En sus ojos azules, enturbiados por la telilla que se ha formado en ellos, veo reflejado mucho horror.
—Es cierto todo lo que relata.
—Sí —digo yo.
—No preguntaba.
Hago una seña al vigilante para indicarle que me tomaré un descanso y me refugio entre las estanterías de aquella librería, acompañado de aquel hombre.
Me relata que él es el monaguillo del que abusó el padre Francisco y que se sintió muy aliviado cuando leyó su historia en mi libro.
—Ahora puedo descansar en paz, todo el mundo sabe la verdad.
Le tiendo la mano y él me la besa. Le entrego su libro y abandona el lugar. Vuelvo a mi mesa para seguir firmando. Mis ojos se empiezan a nublar y tengo que tomarme de nuevo un descanso. Pensando que había escrito una historia fantástica, un relato de ficción, resultó que mis sospechas habían sido fundadas. Las habladurías de aquel pueblo perdido en la sierra eran ciertas. Buscando documentarme para una novela histórica terminé en aquel recóndito lugar. Comprendí que la historia me había elegido a mí, y no al revés. Pedí disculpas a los lectores y me retiré a mi hotel para poder llorar con libertad, llorar por aquellos niños, aquellos que me contaron, y los que no me contaron.
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